FERNANDO EN LA BOCA

Con esta foto de mi hermano, mi mamá empezó y terminó su carrera fotográfica. Pintora y escultora, Sara decidió estudiar fotografía y se anotó en los cursos del Fotoclub Buenos Aires.
En un concurso tema “La Boca”, ganó el primer premio con esta imagen. Nando está sentado en un teatro vacío al aire libre. Mira a mamá serio y concentrado, en un gesto característico. Al enmarcar la foto mi madre le agregó una medalla. No es la que ganó con el premio del Fotoclub, sino una que ganó Nando en una carrera de natación. Es una imagen con doble premio, y merece encabezar este capítulo dedicado a mi hermano, que podría haber tenido mucho más.

LA ESCULTURA DE MAMÁ

Este es el pequeño altarcito que mi mamá construyó en el comedor de su casa en torno al busto de Fernando que esculpió con sus manos. La Menorah, los muñequitos de inmigrantes con la Torah bajo el brazo, cuentan cómo en los peores años del miedo mis viejos encontraron refugio en las tradiciones comunitarias y en un cierto encierro en la colectividad. Conociendo otras tragedias que tuvimos los judíos, buscaron en la reafirmación de su identidad, las claves para seguir viviendo.

LOS TRES EN EL BOTE

En primer lugar, Fernando. En equilibrio, al fondo, mi hermana Andrea. Mis viejos timonean, sacan fotos y van de pasajeros mientras nosotros remamos. Estamos en el Gambado, un fin de semana en el Tigre. Salir en botes juntos era la actividad familiar por excelencia. Aunque esas salidas fueron ocasionales, el Río nos quedó adentro. Nos acostumbramos a sus aguas oscuras, a no zambullirnos de cabeza porque podía haber un tronco flotando bajo el agua.

FERNANDO EN LA FIESTA

Fernando está con los ojos cerrados junto a la mesa del comedor de nuestra casa en Caballito. La fiesta de familiar flota en torno de él. Está elegante, con corbata y un saco estilo príncipe de Gales. Hay flores en el centro de la mesa y copas de vino a medio tomar.
Las espaldas de los invitados me recuerdan un poco la forma en que la gente le dio la espalda a lo que estaba pasando a su alrededor durante los años más duros de la dictadura militar.
Parece también que hubiera un quiebre generacional: los mayores ignoran a los jóvenes, representados por Fernando, que mira para otro lado.

FERNANDO EN LA PIEZA

Esta foto de mi hermano es una de las primeras que hice en mi vida, con una cámara antigua que me regaló mi viejo. Estamos en nuestra habitación compartida. Su rostro aparece desdibujado. Su movimiento, hoy ya inexistente, lo hace difuso ante la lente. Las fotos de la pared, en cambio, soportan mejor la exposición prolongada. Es la mejor foto que queda de él de cuando vivíamos juntos.

FAMILY HEROES

Family es una foto que tomé en un cementerio de Nueva Inglaterra en 1986. Es la tumba de una familia cualquiera. Heroes la tomé en Nueva York en el mismo viaje. Me interesan particularmente los hombrecitos voladores de la parte inferior de la imagen, dibujados en la pared. El modo en que se reflejan en la ventana se relaciona para mí con la forma en que los héroes permanecen en la memoria colectiva.
Los transeúntes, mezclados con los héroes, pasan por las calles de la ciudad arquetípica, ignorándose. En cierta forma, todos yacen bajo el mismo sepulcro otoñal.

JUGANDO A MORIR

Estamos en Yeiporá, la quinta de Billy, yo con un pulóver rojo, Fernando con uno oscuro. Jugamos a matarnos con arco y flecha. Las flechas se dirigen al blanco con precisión. Caemos al suelo aparatosamente, y morimos casi juntos, yo primero, aunque parecía que iba a morir antes él. No podemos pensar que faltaban apenas diez años para que uno de los dos muriera de verdad.
Veintidós años no es una edad para morir.
Cuando a los doce, jugábamos a hacerlo, creíamos que éramos inmortales.

La Camiseta

La fotografía no tiene fin. La imagen que había conseguido reconstruir, el retrato de mi hermano de los hombros para arriba detenido en la ESMA resultó estar incompleta. Durante la visita que realicé con Víctor Basterra al Juzgado Numero 12, donde se tramita la causa ESMA, Víctor reclamó su derecho a revisar el expediente para ver las pruebas que él mismo había aportado. El primer expediente que vimos mostraba sólo fotocopias. Pedimos los originales. Aparecieron.

Y la foto estaba allí, pero completa. De los hombros continuaba hacia abajo, hacia la cintura. Y se veía la camiseta. Una prenda desgarrada, irregular, básica. Una camiseta mínima, arrugada, envolviendo un cuerpo púber después de una sesión de tortura.

Los hombros se ven jóvenes, cruzados por las tiras de la prenda. (los tiempos en la fotografía se superponen, continúan). La indefensión y al mismo tiempo la belleza de la juventud, asomando entre los trozos de tela tras la paliza. El rostro un poco desencajado, pero aún íntegro. La fotografía amplía, agrega información. Tiene pequeños detalles tan irrelevantes como reales. Permite vislumbrar los pasadizos oscuros que llevan a la pared contra la que se hizo, los ruidos de las cadenas arrastradas al caminar, los grilletes…(otra foto muestra las marcas en las muñecas de las cuerdas de amarrar, en una mujer joven, hermana de otro).

El ligero abrigo que da la camiseta viste al cuerpo en su dolor, lo marca. No es un cuerpo desnudo. Recuerda el taparrabos de otro torturado, en la cruz. Y los pañuelos. Géneros blancos en lugares distintos, retazos.

Me cuentan que hacía gimnasia en la celda, un espacio similar a un chiquero para criar chanchos – convinimos en la charla con Basterra-, con paredes de apenas un metro de alto. Un lugar rectangular, pequeño, del tamaño de una colchoneta, por el que apenas se podía asomar la cabeza. Allí mismo hacían lo posible por charlar. Una colchoneta que sólo tenía goma espuma y frazadas: ni forro ni sábanas. Lo mínimo, lo que se da a un esclavo, lo básico para subsistir y no morirse de frío, porque las sesiones debían continuar.

Siempre me gustaron las camisetas. Cuando duermo me pongo una, más bien una remera. Esta es distinta, es la clásica, la del barrio, la del carnicero tomando mate. Encima –es de suponer- bastante sucia, con su olor pegado, y sus pliegues, sus sombras y sombritas en la fotografía, pegadas al cuerpo de mi hermano todavía vivo.

Y una cosa le dijeron los nueve a Basterra, un día que consiguieron reunirse con él con la complicidad de un guardia “bueno”, asomando sus cabezas por el hueco de esos cuartuchos.

Le preguntaron “qué será de nosotros”· Silencio. Víctor no sabía, no podía ni quería imaginar lo que sería. El había conseguido cambiar de escalafón: ahora era fotógrafo: lo necesitaban para algo más que para darle máquina. “Que no se la lleven de arriba, Víctor”. Eso le dijeron, los nueve, a oscuras. Que no se la lleven de arriba.

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